Hay demasiado ruido. La irresponsabilidad o el desconocimiento que se pone de manifiesto en varias de las declaraciones, incluso las mejor intencionadas, de muchos actores políticos, del oficialismo y de la oposición, sobre el tema de la seguridad y particularmente de la lucha contra el narcotráfico resultan desconcertantes, sobre todo considerando que estamos viviendo, nos guste o no el término, ya un año y medio de una guerra contra el narcotráfico que, como dice Joaquín Villalobos en la edición de El País de ayer, ha generado todo tipo de enfrentamientos, la muerte de unos 500 policías y militares, cuatro mil muertos derivados de los propios enfrentamientos entre cárteles, mientras que 22 mil personas han sido arrestadas por su relación con el narcotráfico y 41 capos han sido extraditados a los Estados Unidos. Se llevan incautadas 14 mil armas, 260 millones de dólares, seis mil 900 vehículos, 121 embarcaciones marítimas de todo tipo, dos mil 700 toneladas de marihuana, 52 toneladas de cocaína pura y 13 de pseudoefedrina. Esa es la realidad de esta guerra de la que políticos como Manuel Espino dicen que “no tienen datos para saber si se está ganando o perdiendo”, y su información se basa en que sus vecinos de Ciudad Juárez le han dicho que hubo tiroteos cerca de sus casas. Es absurdo que un ex dirigente nacional del partido en poder, que además ha nacido, vivido y desarrollado su carrera política en los territorios de mayor presencia histórica del narcotráfico, pueda utilizar un argumento tan baladí a la hora de analizar el mayor desafío a la seguridad nacional del país
Es tan absurdo como la declaración de Max Correa, dirigente de la Central Campesina Cardenista, ligada al PRD, diga, aparentando que sabe de qué habla, que una cuarta parte de toda la tierra cultivable de México se dedica a la producción de marihuana y amapola. Sencillamente no es verdad: por supuesto que hay territorios con cultivos extensos: se pueden encontrar en Guerrero, en Oaxaca, en Sinaloa, en el triángulo dorado (la zona donde confluyen Sinaloa, Durango y Chihuahua), en zonas del Estado de México, Chiapas y Veracruz. Pero si una cuarta parte de la tierra cultivable de México estuviera dedicada al sembradío de marihuana y amapola cualquiera lo podría confirmar simplemente mirando por la ventanilla de un vuelo comercial. Y utilizar ese argumento para justificarlos por la pobreza de los campesinos, adjudicándola a la reducción de aranceles, es el colmo de la manipulación.
También, en la vorágine declarativa, se involucró una de las mujeres que mayores aciertos ha tenido en la vida política en los últimos años, la presidenta de la mesa directiva de la cámara de diputados, Ruth Zavaleta quien aseguró que en términos de seguridad y violencia “estamos peor que Colombia”. No es verdad: en Colombia existen grupos armados reconvertidos al narcotráfico que ocupan amplios sectores del país; aún se produce en esa nación cerca del 80 por ciento del total de la cocaína que circula en el mundo; hemos visto, como ocurrió en Colombia, que se asesinan militares, policías y que hay crueles ajustes de cuentas entre los cárteles. Pero no hemos visto ni atentados con carros bomba contra la población civil, ni el estallido de un avión comercial con todo su pasaje a bordo para deshacerse de un adversario, o el asesinato en una campaña de cuatro candidatos presidenciales. Colombia ha hecho una labor notable en los últimos años para contener el narcotráfico y el terrorismo, pero hasta ahora nunca hemos llegado a esos niveles de violencia, porque tampoco nunca el narcotráfico ha tenido en México el peso político y económico que tuvo el crimen organizado en Colombia. Hay paralelismos en las historias, pero la configuración de la industria del narcotráfico es diferente en los dos países. México no se “colombianizará”, porque nuestro proceso está ya lo suficientemente “mexicanizado”.
Tampoco puedo entender el comunicado del gobierno federal, trasmitidas por el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, sobre la iniciativa Mérida, que va de la mano con la declaración presidencial de la semana pasada sobre la responsabilidad de Estados Unidos en el consumo de drogas. Una vez más no se trata de aceptar condiciones inadmisibles, como dijo Mouriño, ni de desconocer el peso indudable que tiene el consumo de los Estados Unidos en toda la industria del narcotráfico. El punto es que con ello no se agregaba nada nuevo, pero se ayuda a que el mensaje caiga en los lugares comunes que siempre han obstaculizado la lucha contra el narcotráfico. Es verdad que ciertos sectores estadounidenses nunca han comprendido la lucha contra el narcotráfico, como no comprenden lo que sucede en muchas partes del mundo, incluso en algunas tan comunicadas con ellos como México o Europa. Son los mismos que se oponen, por ejemplo, y entre ellos están Barack Obama y Hillary Clinton, al tratado de libre comercio con su más firme aliado en el continente, que es precisamente Colombia. Son los mismos, más del 80 por ciento de la población de Estados Unidos, que en 1995 pensaban que el gobierno de Bill Clinton no tenía porque apoyar a México en medio de la crisis financiera. O son los que quieren imponer condiciones en la Iniciativa Mérida, condiciones que aún no están en el texto de la misma por la sencilla razón de que ésta aún debe ser conciliada entre ambas cámaras y finalmente será sólo un instrumento que deberá ser asumido y definido por quien sea el próximo presidente de la Unión Americana. Reemplazar las negociaciones diplomáticas y políticas por la declaraciones estruendosas y de algún modo gratuitas, nunca ha sido una buena idea cuando esas mismas negociaciones están, o estaban, en proceso. ¿Para qué confundir respecto al verdadero enemigo del Estado mexicano en lugar de poner el acento en los resultados y objetivos de la lucha emprendida?
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